JUAN PABLO II

Vida y obra del Papa polaco a partir de sus testimonios

LAUREANO BENÍTEZ GRANDE-CABALLERO

JOSÉ ANTONIO BENÍTEZ GRANDE-CABALLERO

Ed. Liber Factory, 2014

 

 

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Capítulo 5

Portavoz de los pobres

 

 

«Creo que la piedra angular de mi pontificado es, precisamente, la explicación del valor trascendental de la persona humana»

 

«Me hago portavoz de todas las personas enfermas y que sufren, así como de los pueblos heridos por la pobreza y la violencia, para que surja, para ellos y para toda la humanidad, un futuro de justicia y solidaridad».

 

Profeta de los pobres

Aunque la primera motivación de sus viajes siempre era espiritual, evangelizadora y apostólica, Juan Pablo II los aprovechaba para hablar en nombre de los hombres y pueblos sin voz, de los pueblos marginados y aplastados por la explotación económica, por regímenes dictatoriales tanto de derechas como de izquierdas, haciendo un llamamiento contundente para que respetaran sus derechos humanos, para que terminaran aquellos sistemas políticos y económicos injustos causantes de la miseria, la pobreza y el sufrimiento de tantos seres humanos.

El eje que vertebró todo su pontificado fue su apasionada defensa de la dignidad humana, concretada en el respeto a los derechos humanos fundamentales, de los cuales él destacó dos: la libertad, como consecuencia de haber vivido bajo dos regímenes totalitarios (el nazismo y el comunismo);  y la justicia, denunciando la pobreza creada por un orden económico mundial injusto.

Después de un viaje por los países más pobres de África, en mayo de 1980, leyó al mundo su famoso manifiesto: «Yo, Juan Pablo II, obispo de Roma y sucesor de Pedro, soy ahora la voz de los que no tienen voz: la voz de los inocentes muertos porque carecían de agua y pan;  la voz de los padres y las madres que han visto morir a sus hijos sin entender…»

«Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica de todo tipo; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de personas; las condiciones ignominiosas de trabajo; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia, y son totalmente contrarios al honor debido al Creador».

«¡Basta de violencia, terrorismo y narcotráfico! ¡Basta de torturas y cualquier otra forma de abuso! ¡Hay que acabar con el recurso a la pena de muerte! ¡Basta ya la explotación de los débiles, la discriminación racial y los guetos de pobreza! ¡Nunca más!». (Discurso ante la Virgen de Guadalupe)

«Escoger la vida exige el más completo rechazo de cualquier forma de violencia: la violencia causa de la pobreza y el hambre, que oprime a tantos seres humanos; la violencia de los conflictos armados, que en lugar de resolver agravan las divisiones y las tensiones; la violencia del narcotráfico; la violencia del racismo y la equivalencia del daño inconsiderado al entorno natural».

Esta defensa de los derechos humanos ha contribuido decisivamente a la democratización de América Latina, a la emancipación político-cultural de algunos países de África y Asia y, especialmente, a la caída de los regímenes comunistas de los países de Europa Oriental.

Son innumerables los hechos protagonizados por Juan Pablo II a lo largo de sus viajes con el fin de defender los derechos humanos, al igual que sus discursos y sus mensajes sobre el tema en muchos foros internacionales.

«¿Cómo juzgará la historia a una generación que, teniendo todos los medios para alimentar a la población de la tierra, se niega a hacerlo con semejante indiferencia fratricida?»

En Tondo, un miserable barrio de casuchas de casi 2 millones de personas cerca de Manila, sumido en la indigencia y la desesperación más absoluta, Juan Pablo II dijo: «En las caras de los pobres veo la cara de Cristo; en la vida de los pobres veo reflejada la vida de Cristo (…) Ser Iglesia de los pobres significa hablar a las gentes el mensaje de las bienaventuranza y predicarlas a todos, a todas las profesiones, a todas las ideologías, a todos los sistemas económicos y sociales».

En Puerto Príncipe (Haiti), el 9 mayo 1983, refiriéndose a las penosas condiciones de vida del pueblo bajo la feroz dictadura de Duvalier, gritó en medio de una celebración eucarística: «¡Se necesita que algo cambie aquí!»

Se encontraba el Papa de viaje en Chad cuando avistaron un pequeño pueblo, formado por un puñado de casas miserables. Juan Pablo II detuvo la comitiva de coches, dejó la caravana y entró en una de las cabañas para hablar con sus habitantes. Quería comprender de primera mano la vida de aquellas gentes, sus problemas, sus aspiraciones  y necesidades. Poco más tarde, hizo un llamamiento a la comunidad internacional para que no se olvidaran de África

En Brasil llevaron al Pontífice a visitar una favela. Al entrar, se quedó sobrecogido ante la terrible miseria que allí se respiraba. Finalmente, se quitó el anillo papal y se lo regaló a aquella pobre gente.

Durante un viaje a Senegal visitó la isla de Gorée, la isla de los esclavos, un importante enclave en el tráfico de esclavos desde África a América, denunciando el horror de la esclavitud practicado por aquellos que se decían cristianos

«Que América decida abolir la pena de muerte, esa pena cruel e inútil. Jamás debemos negar la dignidad humana, ni siquiera a quien haya hecho un gran mal. La sociedad moderna posee los instrumentos para protegerse sin negar de modo definitivo a los criminales la posibilidad de repente». (Discurso en Saint Louis, EEUU)

En Filipinas, en los grandes plantíos de caña de azúcar de Bacolod, el Papa critica duramente la terrible explotación de los trabajadores, que sufren unas miserables condiciones de vida. Los propietarios de las plantaciones, irritados ante esas críticas, se marchan ofendidos al aeropuerto, subiendo en sus aviones privados.

El Papa apoyó firmemente la llamada del Jubileo 2000 a una condonación total de la deuda de los países en desarrollo.  Declaró en 1998 que «la pesada carga de la deuda externa compromete la economía de los pueblos y atrasa su progreso social y político»

    El 5 octubre 1995, en el curso de un viaje a Estados Unidos, Juan Pablo II pronunció un memorable discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, en la celebración del 50 aniversario de su fundación. Era la segunda vez que un Papa hablaba allí, pues ya lo había hecho Pablo VI el 4 octubre de 1965.

«Es necesario que en el panorama económico internacional se imponga una ética de la solidaridad, si se quiere que la participación, el crecimiento económico y una justa distribución de los bienes caractericen el futuro de la humanidad. La cooperación internacional, auspiciada por la Carta de las Naciones Unidas para la solución de problemas internacionales de carácter económico, social, cultural o humanitario, no puede ser concebida exclusivamente como ayuda o asistencia, o incluso mirando a las ventajas de contrapartida por los recursos puestos a disposición. Cuando millones de personas sufren la pobreza ¾que significa hambre, desnutrición, enfermedad, analfabetismo y miseria¾ debemos no sólo recordar que nadie tiene derecho a explotar al otro en beneficio propio, sino también y sobre todo reafirmar nuestro compromiso con la solidaridad que permite a los otros vivir en las concretas circunstancias económicas y políticas».

Hacia una «solidaridad global»

Juan Pablo escribió en su exhortación de 1999 «Ecclesia in America» que la creciente integración global de la era actual presenta una oportunidad para el progreso.  «Sin embargo», advirtió, «si la globalización se dirige meramente por las leyes del mercado aplicadas para conveniencia de los poderosos, las consecuencias sólo pueden ser negativas».  Se declaró contrario a una «competencia injusta que pone a las naciones pobres en una situación cada vez más inferior».

También señaló el camino hacia una alternativa a la visión del fundamentalismo del mercado que se «basa en una concepción puramente económica del hombre» y «considera a la ganancia y a ley del mercado como sus únicos parámetros».  Declaró que «también hay que globalizar la solidaridad».

«El mundo está presenciando el resurgimiento de cierto capitalismo neoliberal que subordina a la persona humana a las fuerzas ciegas del mercado. Desde sus centros de poder, tal neoliberalismo a menudo impone cargas insoportables a los países menos favorecidos, pues se imponen a las naciones programas económicos insostenibles como condición para una asistencia adicional

Debido a tales políticas económicas vemos un pequeño número de países que se hacen cada vez más ricos al precio de un empobrecimiento creciente de un gran número de otros países; como resultado, los ricos se hacen más ricos mientras los pobres se hacen más pobres». (Discurso durante su visita a Cuba en 1998)

Aunque la Iglesia ya había prestado atención a los problemas sociales en su doctrina sobre la llamada “cuestión social”, el encuentro con la sangrante realidad del tercer mundo que protagonizó Juan Pablo segundo dio un impulso decisivo a su modernización y puesta a punto en un mundo globalizado, que planteaba nuevos desafíos y nuevos retos a la búsqueda de la justicia en un sistema internacional dominado por estructuras políticas y económicas básicamente injustas y pecaminosas. Éste es el mensaje profundo de la encíclica «Sollicitudo rei socialis», publicada el 30 diciembre 1987, en la que condenaba el neocolonialismo con el que se seguía explotando a los pueblos, y en el que se denunciaba el agrandamiento de la brecha entre los países ricos del norte y los pobres del sur.

«No podemos seguir tolerando un mundo en el que conviven los inmensamente ricos y los miserablemente pobres, los desposeídos privados hasta de lo esencial y la gente que derrocha impensadamente lo que otros necesitan con desesperación.  Tales contrastes son una afrenta a la dignidad de la persona humana».

«La noción “estructuras de pecado” no pretende sustituir, por descontado, al pecado personal;  al contrario, se fundan en él, pero su consideración se vuelve crucial para poder dar cuenta del conjunto de la realidad que distorsiona la vida humana, en la que existen mecanismos (sobre todo el afán de ganancia y la sed de poder, absolutizados e inseparablemente unidos), que refuerzan, difunden y son fuente de otros pecados».

Frente a la «civilización de la muerte» que viola los derechos humanos, fundamentada en la «globalización de la miseria» proclamaba la «civilización del amor», basada en lo que él llamaba «la globalización de la solidaridad», encaminada a la consecución del la paz en el mundo, y basada en el respeto integral a la dignidad humana, donde toda la humanidad, sin ningún tipo de exclusión, tenga acceso a los ingentes recursos y admirables avances de la sociedad contemporánea.

Su encíclica «Sollicitudo rei sociales», publicada el 30 diciembre 1987,  puede considerarse como la “encíclica de la solidaridad”, la cual se incorpora a la lista de las virtudes cristianas  ¾vinculada a la justicia social y a la caridad¾, con un papel ciertamente estelar, pues la solidaridad es la virtud que tiene que proporcionar un código ético global a un mundo globalizado.

«Hoy, más que nunca, hay urgente necesidad de que en las relaciones internacionales la solidaridad se convierta en el criterio fundamental de todas las formas de cooperación, con la convicción de que los recursos que Dios creador nos ha confiado están destinados a todos. La Iglesia católica, preocupada desde siempre por promover los derechos humanos y el desarrollo integral de los pueblos, seguirá sosteniendo a cuantos trabajan para asegurar a todos el alimento de cada día. Por su íntima vocación, está cerca de los pobres del mundo y espera que todos se comprometan concretamente a resolver pronto este problema, uno de los más graves de la humanidad». (Mensaje a la Cumbre mundial de la FAO sobre la Alimentación, el 10 de junio de 2002)

«Nuestra tarea es hacer de la solidaridad una realidad. Debemos crear un movimiento mundial que entienda la solidaridad como un deber natural de todas y cada uno de las personas, las comunidades y las naciones. La solidaridad debe ser un pilar natural y esencial de todos los grupos políticos, no una posesión privada de la derecha o la izquierda, ni del Norte o el Sur, sino un imperativo ético que busca reinstaurar la vocación a ser una familia global. Dios, en realidad, nos ha dado la tierra para el conjunto de la raza humana, sin exclusiones ni favoritismo» (Centesimus annus, 31).

«La humanidad, al embarcarse en el proceso de globalización, no puede por menos de contar con un código ético común”. Este código ético común impedirá que la globalización sea un “nuevo tipo de colonialismo”. Un código ético común asegura que en el proceso de globalización triunfe la humanidad entera, y no sólo una élite rica que controla la ciencia, la tecnología, la comunicación y los recursos del planeta en detrimento de la gran mayoría de sus habitantes. Para construir este código ético orientador de la globalización, la doctrina social católica da su aportación». (Juan Pablo II, Discurso a la Academia Pontificia de Ciencias Sociales (abril 2002).

Si la Iglesia tiene la misión de ser sacramento de salvación para toda la humanidad, anunciando el Reino de Dios también a través de la promoción de los derechos humanos, no es solamente porque la esencia de la dignidad humana es su filiación divina, sino también porque la raíz del mal en el mundo, la causa profunda de los sistemas y estructuras de odio, violencia, injusticia y miseria que sumen al mundo en el sufrimiento es el pecado que se enseñorea de un mundo sin Dios, entendido como un desorden moral que vicia las conciencias y deshumaniza las sociedades.

«Me afecta cualquier amenaza contra el hombre, contra la familia y la nación. Amenazas que tienen siempre su origen en nuestra debilidad humana, en la forma superficial de considerar la vida».

Por este motivo, para erradicar las lacras que actualmente agobian a la humanidad no son suficientes los recursos materiales ni las políticas sabiamente planificadas, ya que nada sirve, nada es eficaz si no se cambia el corazón, si no hay una conversión profunda a la causa del bien, de la dignidad intrínseca del ser humano.

«Detrás de las situaciones de injusticia existe siempre un grave desorden moral, que no se mejora aplicando solamente medidas técnicas, más o menos acertadas, sino sobre todo promoviendo decididamente un conjunto de reformas que favorezcan los derechos y deberes de la familia como base natural e insustituible de la sociedad».

«Para que tengan lugar los cambios estructurales deseados, no son suficientes iniciativas e intervenciones externas; se requiere ante todo una conversión conjunta de los corazones al amor.

La liberación en sentido social y político no es la verdadera obra mesiánica de Cristo. Por otra parte, es necesario constatar que sin la liberación realizada por Él, sin liberar al hombre del pecado, y por tanto de toda especie de egoísmo, no puede haber una liberación real en sentido socio-político. Ningún cambio puramente exterior de las estructuras lleva a una verdadera liberación de la sociedad, mientras el hombre esté sometido al pecado y a la mentira, mientras dominen las pasiones y con ellas la explotación y las varias formas de opresión».

Para él, la causa profunda de las «estructuras de pecado» radicaba en el ateísmo, que priva al hombre de su condición de hijo de Dios, con lo cual le extirpa la esencia de su dignidad como persona. Esta idea la desarrolló en su encíclica «Centesimus annus».  En ella acusaba al ateísmo de todos los males contemporáneos, desde el totalitarismo comunista hasta el nazismo, las guerras, los terrorismos, las tiranías, y, finalmente, el consumismo que  reduce el horizonte vital del hombre a la satisfacción ansiosa de necesidades superfluas. Denunciaba que el capitalismo reducido a un simple sistema económico de acumulación de beneficios también atenta contra la dignidad humana, al igual que el comunismo. No denunciaba al capitalismo en sí, sino al pernicioso sistema ético-cultural que produce. Como consecuencia, pedía al capitalismo que se dejan  evangelizar, esto es, le pedía que cogiera los valores cristianos de la solidaridad y de la atención al hombre, sobre todo el hombre más necesitado.

«¡No le quiten la palabra al indígena!»

En sus viajes, Juan Pablo II visitó con mucha frecuencia lugares habitados por indígenas, por tribus autóctonas, ya que él buscaba con insistencia y mucho interés el contacto con esas poblaciones, pues eran las más sometidas a la opresión, la injusticia y la discriminación, las más propensas a sufrir violaciones en sus derechos humanos, por parte de gobiernos, de caciques y terratenientes explotadores. Durante esos encuentros, su voz se alzaba clara para gritar en contra de los sistemas opresivos, para denunciar sus miserables condiciones de vida.

En esos casos su figura adquiría caracteres de profeta bíblico: «¡Ay de vosotros ¾decía, citando al profeta Isaías¾, que os apropiáis de cada casa  y cada campo, como si sólo vosotros habitaseis la tierra!»

«Ningún poder externo tiene el derecho de menoscabar y menos aún de destruir el valor de las culturas humanas. Nadie tiene derecho de despojar a los pobres de lo que es más importante para ellos, incluidas sus creencias y prácticas religiosas».

El primer viaje del Papa fue a México, donde el 18 enero 1979 abrió en Puebla la asamblea de la conferencia episcopal latinoamericana. El 30 enero en  Oaxaca  se encontró con los hermanos indios y campesinos, los cuales le expusieron las terribles condiciones de vida que sufrían debido feroz acoso por parte de los terratenientes, el gobierno y las bandas armadas. Rompiendo el protocolo previsto, les dijo unas  palabras que constituyeron el establecimiento de una alianza con los pobres que marcará todo su pontificado

«El Papa actual desea ser solidario con la causa de ustedes, que es en realidad la causa del pueblo humilde, de la gente pobre. El Papa está con estas masas populares, casi siempre abandonadas a un nivel indigno de vida y tratadas y explotadas duramente (…) el Papa quiere ser la voz de ustedes, la voz de los que no pueden hablar, para ser conciencia de las conciencias, invitación a la acción, para recuperar el tiempo perdido que a menudo es tiempo de sufrimiento y de esperanzas no satisfechas (…) y ahora, a ustedes, responsables de los pueblos, clases poderosas que muchas veces tienen tierras no productivas que esconden el pan que les falta a tantas familias, la conciencia humana, la conciencia de los pueblos, el grito del abandonado, sobre todo, la voz de Dios, la voz de la Iglesia, le repiten  conmigo: ¡No es justo, no es humano, no es cristiano seguir con ciertas situaciones claramente injustas!»

Un jefe indígena local de la Amazonia le resumió la difícil situación de los indígenas explotados por las multinacionales y abandonados por el gobierno con estas palabras: «Santo  Padre, el Señor puede que sea blanco, pero nosotros necesitamos que sea también un poco indio».

Durante su visita a Colombia, en un encuentro con los indígenas celebrado en Popayán el 4 de Julio de 1986, un indio llamado Andrés Camilo Chapó pronunció ante el Papa un discurso en nombre de las comunidades indígenas:

«Nuestra historia de 500 años está hecha de silencio, dolor, desprecio, marginación y martirio. Nuestra lucha es vida o muerte para nuestra cultura. Estamos recobrando con duro trabajo nuestras tierras para sobrevivir aquí con las formas de gobierno propias. Hablamos con orgullo nuestras lenguas y buscamos un sistema educativo que favorezca nuestras propias culturas y desarrollo social. Las respuestas de los terratenientes no se han hecho esperar, asesinando indígenas, incluyendo mujeres y niños».

Cuando el indio destacó que contra ellos había estado también un sector del clero, fue interrumpido por un brusco «¡basta!», que resonó a través de los altavoces de la explanada. Lo pronunció el padre Gregorio Caicedo, quien acompañó rápidamente al indio hacia la tribuna del Papa, llevándolo casi a empujones. Juan Pablo II llamó a uno de sus secretarios y comentó algo con él. Después dijo: «¡No le quiten la palabra indígena!» Minutos después, por petición expresa de Juan Pablo II, el indígena terminaría su discurso.

En su alocución, como queriendo dar la razón al indígena, denunció:

«Sé también que lucháis por la defensa de vuestra cultura, representada en vuestras lenguas, vuestras costumbres y estilo de vida; por la defensa de vuestra dignidad humana y también por la consecución de los derechos que os competen como ciudadanos. Que vuestra lucha esté siempre en la línea evangélica del amor a todos los demás hermanos y de acuerdo con las normas de la moral cristiana. La Iglesia apoya estas aspiraciones vuestras; por esto quiere, pide y se esfuerza para que vuestras condiciones de vida sean cada vez mejores, de tal manera que podáis gozar de todas las oportunidades en el terreno de la educación, trabajo, salud, vivienda, etc., de las cuales gozan los demás ciudadanos colombianos».

«¡Basta ya de guerras!»

 El largo pontificado de Juan Pablo II convivió con diversos acontecimientos históricos: Guerra Fría, globalización, caída de la URSS, EEUU como única potencia... Pero la política de bloques dejó paso a una serie de conflictos internacionales dispersos por el mundo y de distinta autoría, muchas veces difíciles de solucionar, al no haber interlocutores válidos.

En Montecassino, en el cementerio de los caídos en la II Guerra Mundial, reflexionaba sobre las causas de este conflicto:

«¿Por qué combatieron unos contra otros, hombres y naciones?: ciertamente no por las verdades del Evangelio y las tradiciones de la gran cultura cristiana (…) El Evangelio contrapone dos programas: uno basado en el odio, la venganza y la lucha; y otro basado en el amor. Sobre el ojo por ojo y diente por diente, sobre el odio no puede construirse la paz y la reconciliación...»

El Papa en su carácter de Jefe de Estado ha sido el más enérgico opositor a la guerra. Su anhelo de paz constituye un pilar en el ámbito de sus preocupaciones, acciones y declaraciones.

«Yo, con el convencimiento de mi fe en Cristo y con la plena conciencia de mi misión, proclamo que la violencia es un mal que es inaceptable como solución a los problemas. La violencia no es digna del hombre. La violencia es una mentira porque va contra nuestra fe y contra la verdad de nuestra humanidad.

Me dirijo a todos los hombres y a todas las mujeres comprometidos en la violencia: de rodillas le suplico que se alejen de los senderos de la violencia y que vuelvan al camino de la paz».

Junto al hambre, el otro tema de violación de los derechos inhumanos al que dedicaba una especial atención era el problema de la guerra. Se podía decir que Karol estaba obsesionado por la paz, pues creía que la guerra era la «madre» de todos los demás males, los cuales, como si fueran las plagas de Apocalipsis, salían de la violencia como de su fuente primordial.

Durante sus viajes, concedía una preferencia singular a visitar aquellas regiones del mundo devastadas por conflictos bélicos, lo cual le llevó con frecuencia a meterse en el mismo «ojo del huracán», incluso con riesgo por su seguridad.

En la Sarajevo martirizada por la guerra, dijo que «Dios está de parte de los oprimidos, está junto a los padres que lloran la muerte de sus hijos; escucha el grito impotente de los indefensos que han sido devastados, es solidario con las mujeres que han sido humillados por la violencia, está próximo a los prófugos que han sido obligados a abandonar su tierra y su casa; tampoco olvidan los sufrimientos de las familias, de los ancianos, de las viudas, de los jóvenes, de los niños. Suyo es el pueblo que está muriendo». Recalcando que es Dios padre de todos los hombres y de todos los pueblos, subrayando la hermandad humana, lanzaba una vez más su grito de «¡Basta ya de guerras!»

Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, el Papa expresó a Estados Unidos un pesar fuerte y claro. Aunque no en un sentido anti-islámico. Poco después, Juan Pablo II llamaba a los católicos a ayunar el mismo día de la conclusión del Ramadán, el mes sagrado de penitencia para los musulmanes. El mensaje era claro: los cristianos no están en lucha contra el Islam, del que no se puede tener la concepción reductiva de extremista.

«Muro de la ignominia» fue el calificativo que le mereció a Wojtyla la absurda muralla construida por el Gobierno de Israel para marginar aún más a los palestinos. Asimismo, censuró con gran vehemencia la infame invasión militar contra Irak, la que señaló como una «guerra injusta, inmoral e ilegal».

Siempre procuraba que su compromiso por la paz y la justicia, su defensa de los derechos humanos se enraizara en la fe y en el Evangelio, porque de lo contrario la Iglesia se podría convertir –decía-- en un simple ministerio de asuntos sociales, en otra ONG más.

«La paz en el mundo... Sabemos bien cuán difícil es esta tarea. En efecto, para que sea eficaz y duradera, no puede limitarse a los aspectos exteriores de la convivencia, sino que debe incidir sobre todo en los ánimos y fomentar una nueva conciencia de la dignidad humana. Es necesario reafirmarlo con fuerza: una verdadera paz no es posible si no se promueve, a todos los niveles, el reconocimiento de la dignidad de la persona humana, ofreciendo a cada individuo la posibilidad de vivir de acuerdo con esta dignidad» («La Mujer educadora para la paz», Mensaje para la jornada mundial de la paz).

«Hoy quiero comprometeros a ser operadores y artífices de paz. Responded a la violencia ciega y al odio inhumano con el poder fascinante del amor.

En este tiempo amenazado por la violencia, por el odio y por la guerra, testimoniad que Dios y sólo Dios puede dar la verdadera paz al corazón del hombre, a las familias y a los pueblos de la tierra. Esforzaos por promover la paz, la justicia y la fraternidad.

Os invito a cada uno a comprometerse cada día en el seguimiento de Cristo para rechazar la violencia, que es un camino sin futuro, y para construir una paz duradera fundada en la justicia y el respeto de las personas».

 

«El diálogo, basado en sólidas leyes morales, facilita la solución de los conflictos y favorece el respeto de la vida, de toda vida humana. Por ello, el recurso a las armas para dirimir las controversias representa siempre una derrota de la razón y de la humanidad.

La paz exige cuatro condiciones esenciales: Verdad, justicia, amor y libertad.

La verdad, será fundamento de la paz cuando cada individuo tome conciencia rectamente, más que de los propios derechos, también de los propios deberes con los otros.

La justicia, edificará la paz cuando cada uno respete concretamente los derechos ajenos y se esfuerce por cumplir plenamente los mismos deberes con los demás.

El amor será fermento de paz, cuando la gente sienta las necesidades de los demás como propias y comparta con ellos lo que posee, empezando por los valores del espíritu.

La libertad, alimentará la paz y la hará fructificar cuando, en la elección de los medios para alcanzarla, los individuos se guíen por la razón y asuman con valentía la responsabilidad de las propias acciones».

       En octubre de 1986, el Papa convocó a los líderes de las principales confesiones religiosas del mundo a un encuentro en Asís para rogar por la paz en el mundo. Con ese motivo, pidió en el mundo la «tregua de Dios», para que la violencia del mundo cesase al menos por un día. Estos encuentros se repitieron en más ocasiones, siempre en Asís, durante su pontificado.

«Los cristianos, en particular, estamos llamados a ser centinelas de la paz, en los lugares donde vivimos y trabajamos; es decir, se nos pide que vigilemos para que las conciencias no cedan a la tentación del egoísmo, de la mentira y de la violencia».

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