Cuentos tradicionales

  Selección de cuentos perteneciente al libro

Los cuentos del peregrino

 

Laureano J. Benítez Grande-Caballero

Ed. KDP, 2014

Otras obras del autor en : 

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Extracto del CAPÍTULO 1

 

El hombre que sólo comía altramuces

Había una vez un hombre que fue muy rico, pero que, por diversas circunstancias, llegó a tal extremo de pobreza que no le quedaba en el mundo nada que comer. Habiéndose esforzado por encontrar algo, no pudo hallar más que una escudilla de altramuces. Al recordar cuán rico había sido y pensar que ahora estaba hambriento y que no tenía más que los altramuces, que son tan amargos y saben tan mal, empezó a llorar, al mismo tiempo que, por el hambre que tenía, comía los altramuces, echando las cáscaras hacia atrás. En medio de esta congoja y de esta pena, notó que detrás de él había otra persona y, volviendo la cabeza, vio que un hombre comía las cáscaras de altramuces que él tiraba al suelo. 

Cuando aquello vio el de los altramuces preguntó al otro por qué comía las cáscaras. Le respondió que, aunque había sido más rico que él, había ahora llegado a tal extremo de pobreza y tenía tanta hambre que se alegraba mucho de encontrar aquellas cáscaras que él arrojaba. Cuando esto oyó el de los altramuces se consoló, viendo que había otro más pobre que él y que tenía menos motivos para serlo. Con este consuelo se esforzó por salir de pobreza, lo consiguió con ayuda de Dios y volvió otra vez a ser rico.

 

El círculo vicioso

Un hombre encarnó en la isla de Ceilán, en el tiempo en que Buda predicaba por el mundo y enseñaba la ley. Disconforme con su suerte, pues amaba los goces de la vida y quería apurar la copa del placer, rogaba porque cambiara su suerte.

—¿Qué necesito para encontrar la dicha? —se decía—: ser libre; la libertad basta para mi dicha.

Y fue libre, y le acosó la miseria, y vivió desgraciado años y años. Y no encontró la dicha.

—¡Oh! —pensó entonces —. ¡Qué engaño el mío! No basta la libertad para ser dichoso. Se necesita también la riqueza.

Un día se encontró dueño de una fortuna considerable, de manera que pudo satisfacer sin esfuerzo sus necesidades y sus deseos.

Pero tampoco encontró la dicha.

—¿De qué me vale la riqueza —se dijo— si no puedo satisfacer con ellas mi mayor necesidad? ¡Oh, si yo fuera poderoso!

Y fue poderoso, y tuvo un país bajo su dominio, y esclavos, y elefantes gigantescos, y carros de oro, y jardines colgantes, y mujeres adornadas con piedras preciosas.

Pero tampoco encontró la dicha.

Y cuando el poderío se le hizo repulsivo, quiso ser sabio, y estudió en Egipto, y en Babilonia, y en Persia, y en Caldea, y midió la distancia de los astros, y calculó las alturas del sol. Y vio que en la mucha sabiduría hay mucha molestia y que quien añade ciencia añade dolor.

Y no encontró la dicha.

Y recorrió el mundo hasta las tierras del Extremo Occidente, y vio las grandes y fastuosas ciudades del Mediterráneo, cuna de los más refinados placeres.

Y no encontró la dicha.

Y, resignado, volvió a la isla de Ceilán, y volvió a ser paria y volvió a sufrir, y esperó tranquilo la hora de la muerte, la dulce hora de perder la personalidad en el crepúsculo del pasado y de fundirse en la inconsciencia, como un rayo de sol en las masas azules de los mares.

 

La lechera

Una lechera iba feliz hacia el mercado, con un cántaro de leche encima de la cabeza. Mientras andaba, se decía para sí:

«Con el dinero que me den por esta leche compraré un canasto de huevos. Los incubaré, y conseguiré por lo menos treinta pollos. Luego, venderé los pollos y me compraré un cochino. Cuando lo haya cebado bien, venderé el cochino y me compraré una robusta vaca y un ternero».

Ante estos pensamientos tan maravillosos, la lechera empezó a saltar de alegría, con lo cual el cántaro se le cayó de la cabeza, y se rompió en mil pedazos.

Al ver la leche derramada, la lechera se inclinó hacia el suelo, a la vez que decía entre lastimeros sollozos:

«¡Qué mala suerte la mía!: ¡Adiós leche!, ¡adiós huevos, pollos, lechón, vaca y ternero!»

 

El farol rojo

En la bella ciudad de Marraquech vivía un pobre pastelero que, ante la mala fortuna en su negocio, decidió partir hacia otras tierras, con la esperanza de encontrar una vida mejor. Ahmed recogió lo único que tenía, un farolillo de hojalata con cristales rojos, y emprendió su viaje.

Al cabo de varios días, llegó a un próspero valle, donde fue recibido por el jeque de aquel lugar, un hombre generoso y hospitalario. En pago por su hospitalidad, Ahmed le regaló lo único que tenía: su farolillo rojo. El jeque examinó el farol con asombro, porque en aquella ciudad no conocían el cristal, y aquello de ver la luz de una vela brillando a través de un cristal rojo le parecía un espectáculo maravilloso. ¿Cómo podría corresponder adecuadamente a aquel maravilloso obsequio, si él sólo tenía montones de oro y piedras preciosas? Al final, ofreció a Ahmed doce camellos cargados de piedras preciosas, y éste, sorprendido, volvió a Marraquech, donde se construyó un magnífico palacio rodeado de jardines.

Ahmed tenía un hermano llamado Said, que gozaba de cierta riqueza, pero que nunca había ayudado a su hermano cuando éste lo había necesitado. Envidioso por la suerte de Ahmed, fue a verle, y consiguió enterarse del origen de su sorprendente fortuna. Entonces pensó que si su hermano había conseguido toda esa riqueza a cambio de un simple farol rojo, ¿Qué no le darían a él, a cambio de un regalo realmente valioso? Así que vendió todo cuanto tenía, cargó sus pertenencias en unas mulas, y partió, siguiendo el camino que su hermano le había indicado.

Pero durante el viaje fue asaltado por una partida de ladrones, que le robaron todo, viéndose entonces Said tan pobre como en otro tiempo lo había sido Ahmed. Con todo, decidió seguir, hasta que un día llegó a su destino.

El jeque lo acogió con hospitalidad. En el momento de partir, Said le ofreció como regalo lo único que le había quedado, un viejo reloj de latón sin ningún valor. Mas en aquella ciudad tampoco se había oído hablar jamás de relojes, por lo que el jeque valoró aquel regalo mucho más que cualquier otra riqueza. Pensando sobre cómo corresponder a aquel maravilloso presente, y pensando que las joyas no significaban nada, que eran simples bagatelas, llegó a la conclusión de que sólo había en su palacio un tesoro que fuera digno de aquella incomparable máquina de medir el tiempo. Con infinito pesar, el jeque regaló a Said su objeto más preciado: el farol de cristales rojos que siempre llevaba consigo.

Ni que decir tiene que los ladrones no molestaron a Said en su camino de vuelta a Marraquech.

 

La semilla de la verdad

En un pueblo lejano, el rey convocó a todos los jóvenes a una audiencia privada con él, en donde les daría un importante mensaje. Muchos jóvenes asistieron y el rey les dijo:

¾Os voy a dar una semilla diferente a cada uno de vosotros. Al cabo de seis meses deberán traerme en una maceta la planta que haya crecido, y la planta más bella ganará la mano de mi hija, y, en consecuencia, el reino.

Así se hizo. Pasó el tiempo. Había un joven que plantó su semilla y ésta no germinaba; mientras tanto, todos los demás jóvenes del reino no paraban de hablar y mostrar las hermosas plantas y flores que habían sembrado en sus macetas. Pasaron los seis meses y todos los jóvenes desfilaban hacia el castillo con hermosísimas y exóticas plantas.

El joven estaba demasiado triste, pues su semilla nunca germinó, y ni siquiera quería ir al palacio; pero su madre insistía en que debía ir, pues era un participante y debía estar allí.

Con la cabeza baja y muy avergonzado, desfiló el último hacia el palacio, con su maceta vacía. Todos los jóvenes hablaban de sus plantas, y al ver a nuestro amigo prorrumpieron en risas y burlas. El alboroto fue interrumpido por la llegada del Rey. Todos hicieron sus reverencias mientras el rey se paseaba entre todas las macetas admirando las plantas. Finalizada la inspección hizo llamar a su hija, y llamó de entre todos al joven que llevó su maceta vacía; atónitos, todos esperaban la explicación de aquella acción. El rey dijo entonces:

¾Este es el nuevo heredero del trono y se casará con mi hija, pues a todos vosotros se os dio una semilla infértil, y todos trataron de engañarme plantando otras plantas; pero este joven tuvo el valor de presentarse y mostrar su maceta vacía, siendo sincero, leal y valiente, cualidades que un futuro rey debe tener y que mi hija merece.

 

La canción más hermosa

En un país lejano, hace mucho tiempo, había un rey caprichoso, acostumbrado desde siempre a que le satisficieran al momento todas sus necesidades. Uno de sus caprichos era tener en el jardín de su palacio aves de todo el mundo, para que le alegraran con sus variados cantos y vistosos plumajes.

Una mañana que estaba asomado a una ventana que daba al jardín, oyó de repente una melodía maravillosa que nunca antes había oído. Cautivado por aquel sonido, mandó llamar inmediatamente al músico de palacio, a quien le dijo que le encontrara esa melodía y la tocara para él siempre que lo desease. Ante la débil queja del músico de que no sabía cómo era aquella canción porque él nunca la había escuchado, el rey le amenazó con cortarle la cabeza si, en el plazo de una semana, no había conseguido tocar para él esa melodía.

Sin posibilidad de elección, el músico salió el primer día, y se aprendió la canción de la oropéndola. Cuando la tocó con su flauta ante el rey, éste negó con la cabeza:

—No es esa melodía la que yo escuché, así que ya puedes seguir buscando.

El segundo día se aprendió la canción del ruiseñor, pero tampoco era esa la canción que le gustaba al rey. En los días sucesivos, imitó otros trinos de aves, pero la respuesta del rey siempre era negativa.

Llegó el último día del plazo. Desesperado, el músico pensó que aquella tarea era imposible y, ante la cercanía de la muerte, se dispuso a morir de la mejor forma que sabía: sacó su flauta, y tocó en ella su melodía favorita, para despedirse de la vida.

En ese momento el rey, que estaba asomado a su ventana, exclamó, lleno de satisfacción:

—¡Esa es la canción que escuché!

Mandó llamar al músico, que volvió a interpretarla, diciéndole que la canción era la suya propia, y no la de ningún pájaro. Lleno de contento, el rey colmó de bienes al músico.

 

La opinión de los demás

Un anciano y su nieto se hallaban de viaje por un país. Su único medio de transporte era un burro y, como el pobre animal no estaba ya para muchos trotes, el anciano decidió que lo mejor sería no someterlo a mucho esfuerzo obligándole a cargar con su nieto y con él a la vez. Por tanto, subió al muchacho a lomos del animal, mientras él caminaba a su lado sujetando las riendas.

Al cruzar por el primer pueblo, la gente empezó a murmurar a su paso:

—Mira eso, el muchacho va en el burro tan fresco, mientras el pobre viejo tiene que caminar. ¡Habrase visto!

El viejo oyó estos comentarios, y decidió cambiar su lugar con su nieto, de modo que él subió al burro mientras su nieto caminaba.

   Llegados al segundo pueblo de la ruta, la gente que veía pasar a la comitiva comentaba entre sí:

—¡Qué barbaridad! ¡Lo que hay que ver! Ese viejo cómodo está obligando al pobre niño a darse una paliza, mientras él va tan a gusto subido en el burro.

Ante estas opiniones, el anciano volvió a cambiar, y pensó que lo mejor sería subir los dos en el burro. Así pues, cogió a su nieto y lo sentó detrás de él.

    Pero, al llegar al tercer pueblo, los comentarios y cuchicheos entre las personas que veían pasar al cortejo adquirieron otros derroteros:

—Desde luego, ¡pobre animal! ¿Es que no se dan cuenta que es demasiado peso para él? 

El anciano escuchó estas críticas, y entonces decidió que lo mejor sería bajarse los dos del burro, para aliviar así al animal. Y así lo hicieron, mientras los dos iban caminando.

Estaban cruzando el cuarto pueblo de su camino, y la gente que observaba el paso de los viajeros hacía comentarios entre risas:

—¡Si serán tontos!: ¡De modo que tienen un burro y van los dos caminando!

 

Los tres hermanos

Tres hermanos se dedicaban a la mendicidad. Vagabundeaban de una ciudad a otra y dormían donde la noche les encontraba. Hacía mucho tiempo que llevaban esta vida insegura y errante y ya estaban cansados de ella.

Una noche,  mientras cenaban algo en las afueras de un pueblo, se les acercó un anciano y les pidió permiso para sentarse con ellos. Al conocer su vida de mendigos, les dijo:

—Precisamente estaba buscando gente como vosotros. Resulta que tengo un campo aquí cerca. Lo heredé de mi padre el cual, antes de morir, me dijo que guardaba un tesoro. En mi juventud me dediqué a divertirme y ahora, aunque quisiera, ya no puedo ponerme a buscar ese tesoro, porque soy demasiado viejo. No tengo familia, pronto moriré, y el tesoro quedará escondido para siempre. Como vosotros sois jóvenes, podéis aprovechar esta oportunidad: os regalo el campo, a condición de que empecéis a buscar el tesoro inmediatamente.

Los tres hermanos, locos de alegría, aceptaron sin rechistar. Por la mañana, el viejo los llevó al campo, les deseó suerte, y se marchó. Ellos empezaron a cavar con entusiasmo. Era un campo grande, y la tierra estaba muy dura, llena de piedras y malas hierbas, así que el trabajo era agotador.

Un día, el hermano mayor tiró la azada y dijo que ya no aguantaba más, que se marchaba. Los otros dos siguieron cavando. Iban ya por las dos terceras partes del trabajo cuando el segundo hermano también se rindió, diciendo que el viejo les había engañado, que allí no había ningún tesoro, que el invierno era muy duro y que se marchaba. El hermano pequeño decidió seguir, confiando en la palabra del viejo.

Pasó el tiempo, llegó la primavera y el hermano pequeño seguía cavando. Cuando el trabajo estuvo terminado, era mayo, y el joven había ya olvidado el objeto de su trabajo. Pero el viento de marzo había depositado en el campo removido miles de semillas que, con las lluvias de abril, germinaron en aquella rica tierra labrada  durante todo el año, y que a su debido tiempo, le procuró al joven una abundante cosecha.

El hermano menor había encontrado por fin el tesoro que el campo guardaba. Un tesoro inagotable, que debidamente cuidado por el joven, le duró toda su vida.

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